En una democracia, lo que le da vida al sistema no es solo que haya elecciones, sino que esas elecciones sean auténticas, libres, y permitan la posibilidad real de alternancia. Pero, ¿qué pasa cuando el mismo grupo político gana siempre, aún en contextos de violencia, miedo o manipulación?
Muchos dicen que México no es como Rusia. Es cierto: aquí aún hay medios que critican, oposición visible, y elecciones donde algunos partidos distintos ganan en ciertos estados. Pero también es cierto que, elección tras elección, el grupo en el poder —hoy representado por Morena— gana la mayoría de los cargos importantes. Y lo hace en medio de denuncias por presión del crimen organizado, violencia contra candidatos, uso de recursos públicos y un clima en el que la crítica se convierte en “traición al pueblo”.
Entonces surge una pregunta incómoda pero necesaria:
¿Qué tanto importa que el juego siga si el resultado está casi siempre definido desde el inicio?
En términos simples:
Cuando el grupo que gobierna controla el Congreso, la mayoría de los estados, tiene influencia en organismos autónomos y ahora avanza sobre el Poder Judicial, mientras el narco silencia o elimina a sus adversarios políticos en regiones enteras, el sistema democrático empieza a perder su sentido original.
No es necesario que un presidente cambie la Constitución para quedarse más tiempo o encierre a todos sus opositores, como en Rusia, para hablar de autoritarismo. Basta con que la competencia deje de ser real, y que el voto se convierta en un acto simbólico más que en una elección libre.
Sí, México no es Rusia. Aún.
Pero si el mismo grupo sigue ganando no por ideas, sino por miedo, violencia o control institucional, entonces el destino final se parece demasiado:
un régimen donde el poder cambia de rostro, pero no de manos.
Y eso, en cualquier país, ya no es democracia.